lunes, 2 de abril de 2007

Mi abuela me lleva al culto

Mi abuela me pidió que la acompañara al culto del pastor Talavera. Ya le había pedido permiso a mi madre. Yo, sentado en el suelo, miraba la televisión: en blanco y negro, "el Hombre Nuclear" corría en cámara lenta; el director, a través de ese recurso contradictorio, había logrado transmitir una sensación de velocidad. De la misma manera, sus saltos hacia arriba o hacia abajo ocurrían muy lentamente y eran subrayados por un sonido continuo, curvo, un agudo glissando electrónico que (en este caso adecuadamente) ascendía o descendía junto con el salto. La presencia de mi abuela se filtraba a duras penas a través de las capas de interés que el programa me provocaba. Finalmente la miré desde el piso: a contraluz, su masa cuadrada eclipsaba la iluminación blanquecina que el cielorraso de placas de telgopor rebotaba del tubo fluorescente sostenido por alambres del techo. Todo, techo, alambres, casa, revoques gruesos con marcas onduladas hechas para que agarrara mejor el revoque fino -que nunca se había aplicado-, blanqueado con cal por encima y ensuciado luego por el uso; pisos, pozo ciego, pozo de agua, todo estaba hecho o colocado por mi padre; en el fondo, hecha de bloques la casa del abuelo (el bloque es un ladrillo hueco muy barato: se hace con cemento, arena, un poco de cal y conchilla o el cascajo que se pueda conseguir. No es muy buen aislante del frío), construida por mi padre y el padrino y luego concluida por el abuelo. En la puerta que daba al fondo, un rústico friso de cemento rezaba: Aparecida pocos meses después de que habían finalizado la construcción, una grieta quebraba con una ensañada diagonal el cartelito: los dos apodos, los títulos impostados y el último año que estuvimos todos juntos en Argentina estaban partidos por una línea zigzagueante. En el último pedazo del terreno, ya casi en el alambrado que marcaba el límite con la propiedad del vecino del fondo, Cacho, el verdulero del barrio, mi padre había construido, mucho antes de que se mudaran los abuelos, un alarde de ingeniería suburbana, una pequeña pileta de natación de ladrillo, revocada e impermeabilizada con brea, que junto con un tobogán de chapa proveían el entretenimiento en los meses calurosos.
La abuela, mientras se preparaba, iba y venía por la casa con una escupidera en la mano. Una vez había apoyado la bacinilla enlozada, de color beige con un bordecito verde militar, arriba de mi cuaderno de deberes escolares, abierto arriba de una mesa. Le había dejado una aureola de orina, una circunferencia sin cerrar en forma de letra c o de medialuna que al secarse se convirtió en una mancha amarillenta, una rugosidad anular que la tersura de la hoja acentuaba. Este suceso había originado una serie de bromas en la familia. Cuando, llorando, le había mostrado el cuaderno manchado a mi padre, me había dicho riendo: "decile a la maestra que al cuaderno te lo meó tu abuela". Yo no sabía aún cómo era la economía de los olores en otras partes; imaginaba que el mundo que existía fuera de mi casa no estaba hecho de olores fuertes; pensaba que era como las casas de los demás, cuando visitábamos a algún compañero de jardín, más parecidas a las casas de la televisión -que, como es sabido, no trasmite los olores-; seguramente, creía, no olían, por ejemplo, como la botella de acaroína que en el fondo, en una confusa masa de objetos útiles en potencia, yo había vaciado lentamente en el suelo, absorto, excitado por la mutación de colores de la masa del líquido de olor penetrante y característico, originalmente oscuro, aceitoso, que se volvía blanco como la leche al emulsionarse con el agua de lluvia que la botella mal tapada había dejado entrar. O como el olor acre y tóxico del calentador de querosén, cuya mecha debía arder al aire libre un rato antes de colocarle una especie de chimenea, el quemador, similar a esas muñecas rusas, compuesto de cuatro o cinco pequeños tubos concéntricos de lata, cribados, de diámetro cada vez menor, sujetos por dos varillas cruzadas que los atravesaban de lado a lado. Su interior intrincado, de gran superficie, creaba un ámbito incandescente donde casi todos los componentes del humilde combustible se demoraban y terminaban quemándose; hasta que esa pieza fundamental se calentaba, el aparato emanaba un humo negro, aceitoso, que toda la casa iba absorbiendo de a poco, de manera que a pesar de que no era muy vieja sus paredes estaban oscurecidas por una pátina de negro de humo. O las cabezas de vaca y otras carroñas que mi abuelo, que había sido cocinero de un barco de cabotaje en el litoral, hervía para el perro (y para él) en enormes cacerolas de aluminio. Su casa del fondo, un solo gran ambiente rectangular, emanaba hacia el cielo por todas sus rendijas el olor de la grasa hervida, de la gelatina de huesos mezclada con polenta. Yo no podía relacionar en un mismo sistema el complejo mundo de olores, suciedades, cosas -como en la parte superior del placard grande, donde estaban los documentos, las cosas de oro, las revistas raras, con gente desnuda-, mi casa, con el mundo de afuera, un mundo donde las demás casas brillaban con pisos y paredes recién acabados de limpiar con productos mágicos que dejaban estrellas rutilantes, de cuatro puntas (las verticales más largas que las otras) en todos los rincones, y donde -en mi mente- mis compañeros de jardín respiraban un sutil perfume embadurnado en el piso de granito mientras, echados de bruces, fomentaban sus facultades cognitivas armando vastas y amorfas estructuras con ladrillos Rasti. La casa, mi casa, era, en cambio, un universo complejo y lleno de cosas y situaciones que no encajaban en la idea que iba haciéndome del mudo exterior, más allá del alambrado que limitaba el frente del terreno, sostenido por cuatro postes embreados tallados en el extremo superior en forma de tetraedro, en punta. Del otro lado de los rombos del alambrado de gallinero, el barrio crecía hacia un ideal de chalets suburbanos que lentamente convertía nuestra casa, junto a la de otros vecinos, en el símbolo de lo anormal, frente a la que los habitantes de los flamantes chalets, cuando pasaban caminando los domingos, murmuraban y hacían muecas ceñudas.